Contempla sorprendido la agitación colectiva de la ciudad, donde todo ocurre demasiado deprisa. Donde la ansiedad invade las calles y la impaciencia destruye a las personas. Donde los relojes no se detienen y los minutos matan más que las balas. Donde agonizan los momentos.
Nadie se percata de la necesidad de calma entre tanto ruido.
Mientras el cigarro se consume no puede dejar de mirar a los transeúntes caminando apresurados por el laberinto de sus vidas moribundas y juzgarlos por ser víctimas de su suerte. Les culpa de perder la vida a cada paso, de morir a cada instante.
En sus miradas distingue las heridas de un pasado precipitado y los presagios de un futuro incierto. Todos los ojos reflejan lo que han visto y lo que no han podido ver. Todas las personas reflejan quiénes han sido y quiénes han querido ser.
Con tranquilidad arroja el cigarro al suelo adoquinado y lo aplasta con el tacón de su bota. Se apoya contra la pared, despreocupado, mientras pasan los minutos.
La oscuridad farragosa se superpone sobre el caos mientras se atenúa lentamente la ciudad. La falta de luz transfigura la tristeza en indiferencia. Todo se hace más frío. Todo se hace más lóbrego.
A cada momento, las personas se desvanecen con mayor ligereza ante sus ojos. Como el humo del cigarro que, ahora, es colilla.
Y cada segundo que pasa es un segundo menos.
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